Por Sofía Eijo – Lic. Ciencias Políticas
En un intento “ingenuo” de medir con herramientas tradicionales el conocimiento ciudadano sobre el trabajo de la Honorable Legislatura de Tucumán, se abrió —quizás sin querer— un nicho de exploración espontánea que permitió el ingreso de un diagnóstico ciudadano no solicitado.
La Legislatura intentó acercarse a la gente con una encuesta, pero la ciudadanía respondió con lo que encontró a mano: ironía, críticas y enojo, devoluciones que revelan mucho más que desconocimiento. Sacan a la luz la desafección, desconfianza y una ruptura simbólica.

Recientemente se dieron a conocer los resultados de una encuesta oficial, donde se muestra que más de la mitad de los tucumanos no sabe qué función cumple la Legislatura, ni cómo acceder a las leyes provinciales. Sin embargo, los comentarios en redes sociales revelan que el problema no es solo de información: es de representación, legitimidad y hartazgo político.
Según los datos presentados a los que pudimos acceder, el 52,84 % de los encuestados no sabe o no puede responder con certeza cuál es la función del Poder Legislativo. Un 68 % no pudo mencionar ni una sola ley provincial que impacte en su vida, el 73,6 % no conoce ninguna página oficial donde consultar normas jurídicas. Y apenas el 12 % confía en que las leyes que sanciona la Legislatura representan sus intereses. A estos datos, se suma el hecho que solo el 25 % logra vincular el trabajo legislativo con su vida cotidiana.
Los datos fueron presentados en el marco de la difusión del Digesto Jurídico de Tucumán, y acompañados por anuncios institucionales de innovación: una app de acceso legal, una herramienta de inteligencia artificial, reels explicativos en redes y hasta un videojuego institucional.
Sin embargo, esas herramientas —por más innovadoras que sean— no alcanzan a revertir una percepción institucional profundamente deteriorada. Lo que puede parecer, en la superficie, un simple problema de comunicación o de desconocimiento técnico, es en realidad una fractura más profunda entre la ciudadanía y sus representantes, algo llamado por los académicos un problema “estructural y político”.
La desconfianza no se corrige con redes ni con aplicaciones, aunque estas soluciones sean bien intencionadas. Se corrige con hechos visibles, con coherencia institucional, con decisiones que representen intereses reales. No hay estrategia digital que funcione si lo que se comunica no tiene legitimidad social previa.
Vacíos metodológicos y contradicciones
Aunque los datos parecen sólidos, la encuesta no fue publicada completa ni está disponible para consulta ciudadana, tampoco se encuentra íntegra para quienes desde su rol analítico deseen realizar una radiografía completa de los resultados.
En la presentación de resultados no se informa:
El tipo de muestreo (¿probabilístico? ¿cuotas?), el margen de error o nivel de confianza, la segmentación territorial (¿fue proporcional por departamentos?),
las preguntas exactas que se formularon o el método de recolección (¿presencial? ¿telefónica? ¿online?).
Todo esto dificulta la validación pública del instrumento y, al mismo tiempo, contradice el principio de transparencia que la Legislatura dice querer promover. La paradoja es clara: se mide a la ciudadanía, pero no se permite que la ciudadanía mida a la Legislatura.
Para quienes trabajamos desde un rol analítico y técnico, esta omisión no es menor. Sin conocer el tipo de muestreo, el error muestral, el instrumento utilizado o la modalidad de recolección; no es posible evaluar la calidad del estudio, ni contrastar sus conclusiones con otras fuentes de información pública.
La falta de acceso a los datos completos impide replicar el análisis, cuestionar supuestos, validar inferencias o cruzar variables clave. Y eso convierte a la encuesta en un objeto cerrado: sirve solo para reforzar el mensaje institucional, pero no para habilitar un debate democrático sobre su contenido.
En términos de confianza pública, medir a la ciudadanía sin permitir que nadie —ni expertos ni ciudadanos— pueda medir la calidad del proceso es, como mínimo, una muestra de poder asimétrico que debilita toda idea de participación democrática.
Lo que sí se publica: el foro ciudadano.
Aunque no se trató de una encuesta estructurada, el análisis de más de un centenar de comentarios espontáneos —recogidos de notas, posteos y transmisiones institucionales— permitió trabajar con una muestra discursiva lo suficientemente amplia como para detectar patrones repetitivos y significativos.
A través de un proceso de codificación temática y observación comparada, se identificaron los nuevos seis grandes ejes de sentido que estructuran el discurso ciudadano frente a la Legislatura. Estos no participaron de una encuesta formal, pero dejaron trazas discursivas disponibles para ser interpretadas.
El más extendido fue el de la crítica estructural a la inutilidad de la Legislatura, frases como “no hacen nada”, “un gasto innecesario” o “¿para qué están?” se repitieron en distintas plataformas, revelando que una gran parte de la ciudadanía no encuentra función visible ni utilidad social en el Poder Legislativo.
El segundo eje denuncia corrupción, nepotismo y privilegios, con afirmaciones directas y viscerales: “se aumentan el sueldo en secreto”, “salen millonarios”, “está llena de ñoquis”, “Nombran parientes, amantes, amigos”. Aquí, la imagen de la Legislatura aparece vinculada automáticamente al uso indebido de recursos públicos, emerge con fuerza una sensación de abuso estructural y naturalizado del poder.
Otro eje se forma en la exigencia de transparencia real, es decir, datos públicos y rendición de cuentas. Muchos usuarios no pidieron explicaciones simbólicas ni discursos institucionales, sino datos concretos y rendición de cuentas: “¿dónde están los sueldos?”, “¿cuántos asesores tienen?”, “queremos saber en qué gastan”. Se invoca la transparencia como deuda básica, lo que refuerza la idea de oscurantismo institucional y la legislatura es vista como un “agujero negro”
La crítica más dura se expresó en forma de antipolítica visceral. Con términos como “zánganos”, “levanta manos” o “parásitos de la democracia”, algunos comentarios mostraron una desafección total no solo hacia los legisladores, sino hacia la política como actividad, la figura del legislador está completamente erosionada. Hay una desvalorización radical de lo político como actividad pública legítima.
En paralelo, emergió una crisis de representación más estructural. Comentarios como “no sé qué leyes hacen”, “nunca los escuchamos hablar” o “¿quién los votó?” ponen en evidencia la desconexión entre el voto ciudadano y la función posterior del representante, lo que debilita profundamente la legitimidad democrática. Aquí aparece un vacío de sentido: incluso quienes no insultan, no encuentran razones que justifiquen la existencia visible de ese poder del Estado.
Por último, aunque en menor volumen, aparecieron comentarios institucionalistas que destacaron acciones positivas. Algunos usuarios mencionaron el Digesto como una buena iniciativa o valoraron las visitas a escuelas. Son expresiones que intentan equilibrar el discurso dominante, aunque quedan opacadas por el volumen del malestar general.
Los “por qué” siempre son los más difíciles de contestar. No hay una única razón por la cual las personas piensan lo que piensan. Intervienen múltiples fenómenos sociales, culturales, emocionales y políticos. Tal vez muchos critican porque efectivamente desconocen el rol de la Legislatura, y esa falta de información se convierte en enojo. Pero también es cierto que la Legislatura, como institución, ha cultivado durante años una imagen de opacidad, privilegio y desconexión con la vida cotidiana.
Esa mezcla —entre ignorancia real y desconfianza aprendida— explica por qué, incluso cuando se intenta acercar, no siempre se logra ser creíble.
Medir no siempre es escuchar
En la búsqueda de detectar el nivel de conocimiento ciudadano sobre el rol de la Legislatura, lo que se encontró fue que más de la mitad de la población tucumana no sabe cuál es su función ni cómo se accede a las leyes provinciales. Sin embargo, la respuesta institucional no fue reconstruir la relación, sino lanzar herramientas digitales.
Todo eso puede ser útil. Pero no resuelve lo esencial: no se trata solo de saber qué hace la Legislatura, sino de creer que sirve para algo.
El problema no es la falta de canales. Es la falta de legitimidad.
Y no se trata de comunicar más como única vía, sino comunicar mejor o hacer algo que valga la pena comunicar.
De cualquier manera, una pregunta importante —aunque teñida de subjetividad— se vuelve inevitable: ¿Tiene la sociedad que saber qué hace cada institución? la respuesta es un rotundo sí.No solo debe saberlo porque es conocimiento general, sino porque es un derecho. Y al mismo tiempo, es una condición básica para la democracia, ese sistema imperfecto pero inclusivo del que todos participamos en alguna medida. Aunque la cuota a veces nos deje sabor a poco, lo cierto es que ponemos a los funcionarios en su rol representativo para que efectivamente nos representen.
Que el pueblo conozca la función de cada institución, no es un detalle técnico ni un lujo académico: es la primera demostración de participación y de control ciudadano. En una república, la legitimidad del poder se basa en la publicidad de los actos y en la rendición de cuentas. Si una institución no comunica su función, su producción normativa, sus decisiones y su presupuesto, se vuelve opaca. Y la opacidad es prima hermana de la arbitrariedad.
Posteriormente, desde una mirada puramente politológica, las instituciones no existen por sí solas: existen en la medida en que son reconocidas, comprendidas y evaluadas por la ciudadanía. Una Legislatura que sanciona leyes que nadie conoce ni comprende, pierde autoridad simbólica, incluso si cumple con todas sus atribuciones legales. ¿Cómo puede el pueblo controlar, cuestionar o exigir algo a quienes no sabe qué hacen ni cómo lo hacen? El desconocimiento generalizado sobre la función legislativa, debilita la relación representativa y rompe el contrato político.
Por tanto, nuestro compromiso como ciudadanos no es solo saber qué hace cada institución: debemos poder entenderla, evaluarla y —si es necesario— exigir que lo que haga, lo haga de la mejor manera posible.
Las respuestas que no entraban en el resultado.
En esta oportunidad, a partir de los datos de la encuesta oficial y su contracara espontánea en redes, se evidencia la necesidad de transformar el modo en que las instituciones escuchan.
A riesgo de ser repetitivos: hoy la ciudadanía ya no espera a ser consultada. Opina, juzga y evalúa en tiempo real. El problema no es que no hable. El problema es que las instituciones siguen preguntando sin una disposición real a oír.
Por eso, la sociedad ya no se limita a contestar lo que se le pregunta. Crea sus propios interrogantes, aprovecha cualquier resquicio para hacerse oír. Y eso no es contaminación sonora: es participación en niveles brutos.
No desmerecemos los esfuerzos detrás de este nuevo Digesto, ni el intento de actualizarlo después de más de quince años de inacción. Quince largos años en los que no solo hubo avances tecnológicos: cambiaron las ideas, las generaciones, la conectividad, el lenguaje, la forma en que vivimos y percibimos el mundo.
Que este nuevo esfuerzo institucional valga la pena. Pero para que valga la pena, debe empezar por tomarse en serio lo que la sociedad ya está diciendo. Incluso cuando no entra en la encuesta.